Calor... Arena y azufre… Mi boca estaba seca y mis piernas cansadas, mi cuerpo ya no respondía como siempre, mi mente se tambaleaba con la idea de rendirme…
Sabía que iba a morir, por lo que… ¿para qué seguir andando en ese terreno baldío? Porque se lo debía a mis padres, pensar en ellos hacía que recordara sus últimos momentos, en carne viva. Si hubiera tenido algo en el estómago vomitaría algo más que solo bilis, pero no era el caso, lo único que me quedaba era el instinto de sobrevivir mientras pudiera.
Pasaron días, no sé cuántos, ni cuánto tiempo estuve tirado en el suelo cuando mis fuerzas terminaron de flaquear, agonizando, temblando de hambre y sed, hasta que me encontraron. La Reina Cuervo… las sombras… me encontraron. O… no. Cuando alcé la vista me encontré con unos seres liliáceos, con cuchillas bajo su mentón y capuchas con formas insectoides.
Hablaban a gritos entre ellos, parecían pelearse por quien me devoraría primero. Hasta que uno de ellos gritó de forma infernal, imponiéndose sobre los otros dos, declarando que sería él quien daría el primer bocado. Este se agachó acercando su boca a mi cuello, arañando mi espalda con las cuchillas de su barba, mientras que yo me petrificaba mirando al suelo tratando de hundirme en lo más profundo de la arena.
De repente, unos cuantos golpes sordos y llenos de sangre resonaron en el aire. ¿Se habrían matado entre ellos no aceptando el liderazgo del primero? ¿Habían decidido que era mejor atravesarme con esas largas armas que portaban y yo estaba ya muerto? Pasaron unos segundos tras el shock, y entonces pude girar la cabeza, pensando que quizás me encontraría otra criatura peor que me devorase. En su lugar, un hombre se hallaba parado sobre 3 cadáveres liliáceos destrozados en el suelo. Su tez, pálida, sus manos, llenas de sangre que parecía arder, y su cara, inexpresiva, con una gran cicatriz en su rostro y su espalda.
Supuse que yo sería el siguiente. Quizás me había dejado para el final por ser el menos peligroso, pero para mi sorpresa no se inmutó durante un largo tiempo. Al principio, salí corriendo lejos de él, por miedo a que se lo volviera a pensar. Sin embargo, viendo que no se movía y llevado por la curiosidad (y que no tenía ningún lugar al que ir) me volví a acercar a él para examinarlo. No movía ni un solo dedo, ni un pestañeo. Quizás era un autómata muy bien diseñado.
Cuando el cansancio volvió a dominar a la curiosidad, comencé a rebuscar entre los cuerpos mutilados. Todo parecía podrido, pero… ya había caído al suelo antes, sin fuerzas, y no podía permitir que volviera a ocurrir. Así que, entre arcadas, me comí lo que fuera que llevasen encima, comida o no.
Un rato después de haber terminado, y luchando aún por no vomitar todo lo que había comido, ese hombre se movió. Casi me morí del susto de verlo girarse hacia mí y comenzar a caminar. Completamente petrificado, arrepintiéndome por no haber huido cuando tuve la oportunidad.
Pero aquel hombre pasó de largo sin mirarme, a paso firme. El susto me hizo dudar de si seguirlo o no, pero pensé que sería más interesante andar cerca suyo y comer lo que dejara atrás, aunque siguiera arriesgándome a morir si se le antojaba.
Caminamos durante horas bajo el fuego y sobre la arena, pero lo que comí, aunque asqueroso, me había hecho recuperar algunas fuerzas. Tras unas horas, empezaron a divisarse algunas figuras a lo lejos. De nuevo, extrañas figuras, esta vez rojizas y con alas. Ese hombre parecía fuerte, pero… no podía arriesgarme... así que me quedé lejos.
Esos seres rojos no parecieron temerle en absoluto, así que se le abalanzaron. A pesar de parecer un autómata, los movimientos de ese hombre eran brutalmente certeros, desmembrándolos sin parecer sentir las garras y armas clavándose en su piel. Contemplé el espectáculo entre terror y admiración. Mientras ese hombre no quisiera matarme, parecía que no iba a morir.
Seguí durante meses con ese modus operandi, en el que seguía a Dîn (“silencioso”, así decidí llamarlo cuando hablaba con él en las horas muertas, sin que me respondiera) hasta su nuevo objetivo y me lucraba de sus despojos. A veces podía dormir un par de horas hasta que se encaminaba hacia su nuevo objetivo, pero nunca podía descansar demasiado. Él no parecía dormir, allí de pie.
Pero un día todo cambió. Me hallaba descansado entre los restos de cuerpos que Dîn había dejado atrás cuando la Reina Cuervo, después de meses tras de mí, me encontró.
Se cernió sobre mí mientras yo le gritaba a Dîn que me ayudara. Que si tenía un ápice de voluntad, me salvara como aquella primera vez. A él no le costaría acabar con nadie, era invencible. Había aprendido a estimarlo en su silencio, a valorar su mera presencia sin más.
Sin embargo, ese estatismo, esa última vez, me dolió como nunca. Dîn no movió ni un dedo, no pareció ni notarlo. Aquel hombre se había convertido en mi esperanza de supervivencia, pero con un golpe en la cabeza de aquel ser oscuro, todo desapareció.