En el corazón del Bosque de Ámbar, donde su vegetación es tan densa que apenas la luz se filtra por ella, existe un enorme cañón de cientos de pies de profundidad que parte la tierra de norte a sur como una vieja cicatriz mal curada. Hace miles de años, este lugar fue habitado por un pueblo rico en vida y vegetación, pero en la actualidad no es más que un vasto cementerio donde los huesos de dragón hablan de tiempos pasados, anteriores a la llegada de los Peregrinos.
Mientras los aledaños al socavón se hallan rebosantes de vegetación que crece con fuerza, trepando entre sí para alcanzar la luz del sol, Tharmetharan es un páramo seco y moribundo cuyo suelo ponzoñoso y maldito no permite la vida. El cañón, que se extiende decenas de millas a lo largo y alcanza las dos millas en su sección más ancha, cuenta con escarpadas paredes verticales y decenas de terrazas formadas por los distintos estratos que forman el suelo.