“Un guerrero con nombre olvidado conquistó el castillo de un reino perdido, con tan sólo una espada con forma indescriptible, liberando un pueblo de un mal inconcebible. Todo para morir en su cama bajo la fuerza de la enfermedad más simple. Desapareciendo de los libros de historia,  como una roca horadada por el agua, a través del paso de los años.

En una torre negra, una bruja oscura traía un demonio de entre los muertos, y con él una guerra a un mundo ahora desaparecido.

Un cazador siguió el rastro imperceptible de una bestia extinguida para encontrar, al final del camino, su propia muerte.

Un clérigo perdió su poder al ser el último orador de un Dios sin ahora nombre, muriendo abrazado a su última imagen en llamas.

¿Qué queda de la esencia de alguien que ya nadie nombra? ¿Somos algo más allá de nuestros nombres? Incluso este nos acompaña tras la muerte, a veces, más que nuestra propia alma, ¿qué es de él cuando ya no queda nada que lo recuerde?

Tras una niebla densa y oscura, solo atravesada por la mirada de un cuervo, quedan encerradas las historias que ya nadie cuenta.

 -Tú y yo, Jayah, hemos nacido con el don de ver a través de esa bruma, como los ojos del cuervo. Debemos esconder nuestro poder, pero nunca olvides quién eres.”


Estas eran las nanas con las que mi abuela me dormía, de niña, pensaba que eran fábulas, con el tiempo me he dado cuenta de lo que significaban.

Nací sin pupilas, como mi abuela, éramos las únicas con esta condición de todo Barovia. Cuentan las historias que antaño hubo muchos más como nosotras, pero que Strahd, terror de nuestras tierras, acabó con todas ellas. 

Mi abuela, Vadoma, juró su alma al Señor de la Noche para asegurar su vida y quizá también para asegurar su herencia.

Con el tiempo tuvo a mi madre, Anahí, y mi madre me tuvo a mi, y a diferencia de ella heredé el don de mi abuela. 

Ellas me criaron ganándose la vida leyendo el futuro a través de las cartas, alejadas de Strahd, escondida para que el diablo no me encontrara, pero este ser ansía conocer toda joven que crece en sus dominios y un día me encontró.

Al verme conoció mi don y quiso arrancarme los ojos, pero mi madre intercedió, dándose a Strahd a cambio de mi libertad.  Aquel día escuché la llamada de la Tarokka de mi abuela por primera vez, siempre supe que había algo en ella diferente, pero pensaba que era mi abuela la que ofrecía su poder a través de ella.

Strahd se marchó y mi miedo se tornó en odio.

Le pregunté a mi abuela sobre lo que su baraja me hizo sentir y aunque se intentó negar a contármelo acabó cediendo y me habló de Los Ojos de la Bruma, el artefacto con forma de Tarokka que había pertenecido a nuestra familia por siglos, una vasija que contenía las historias de aquellos que sólo los ojos de la muerte han podido ver, canalizados por los pocos capaces de aguantar su mirada. “Unos ojos como los nuestros, Jayah”.

La Tarokka contenía poderes antiguos que nadie podía recordar y nosotras éramos capaces de canalizarlos a través de nuestro cuerpo, pero Strahd era más poderoso que los poderes que ahora guarnecía Los Ojos de la Bruma. 

Estaba decidida a liberar a mi madre, usando el poder del artefacto y el don que se me había concedido. Pero ni la baraja ni yo estábamos listas. Por eso le robé la Tarokka a mi propia abuela, y atravesé la niebla hacia Mipsum, huyendo de mi tierra, convirtiéndome en una traidora a mi sangre, viviendo una vida de vergüenza, hasta ser capaz de tomar poder suficiente para derrocar al maldito Strahd y liberar Barovia de su influencia. 

Con el tiempo volví a escuchar la Tarokka hablándome, me estaba guiando y me llevó hacia unos aventureros y entendí que mi camino les seguía temporalmente. Así fue como por primera vez absorbí un recuerdo olvidado, volví a sentir la niebla y sostuve la mirada a la muerte para traer ese olvido de vuelta al mundo y enterrarlo en una carta, bajo mi control. Mis ojos cambiaron de color, adaptándose al alma al que recurría. Había aprendido a dominar mi don y ligarlo a Los Ojos de la Bruma. 

Continué mi viaje siguiendo el camino que la Tarokka me daba y cuando no tenía guía me ganaba la vida como los Vistani mejor sabíamos hasta que de una u otra forma aparecí en Sigil, donde encontré un paraíso, un entramado de puertas a lugares recónditos donde podría encontrar todo lo que buscaba. Pasé tiempo aprendiendo allí hasta que un día me equivoqué de puerta que cruzar y volví a caer en Mipsum, sin saber cómo volver a la ciudad de las Puertas. 

La Tarokka no me decía nada, así que entendí que mi viaje me dejaba en ese lugar, Halruaa, por un tiempo, hasta quizá encontrar nuevos compañeros a los que guiar… Y los encontré -Por supuesto-.

Una semioni con un corazón y un brazo capaces de defender todo un pueblo de un solo golpe, con un pasado que la atormentaba, en busca de un destino cruel. Kurae.

Un dracónido azulado, con una vista de águila, intrigado por el poder que una puerta puede guardar, deseoso de cruzar el vano de su destino. Chasky.

Un geólogo que a pesar de querer una vida austera y artesana, manufacturaba un potencial increíble en las gemas de su mente. Cidram.

Y ahora… una persona que ha vuelto de la muerte, de su propio olvido, cuya visión pasa por la clarividencia de los ojos del cuervo, quizá capaz de ver lo que hay más allá de la niebla. Nemaiah.

Los guiaré a encontrar su destino, mientras ellos, sin saberlo, abrirán las puertas del mío. Un destino que atraviesa la densa y oscura bruma de Barovia, para entrar aguantando la mirada de la muerte, bajo la atenta vista de un cuervo.