En el corazón de Umbramar se alza el Santuario del Gran Roble, un templo cuya fe no recae en dioses lejanos, sino en un árbol sagrado al que sus seguidores atribuyen sabiduría y propósito. Para ellos, el Gran Roble es más que un símbolo: es fuente de vida, guía silenciosa y garante de que el mundo mantiene un equilibrio aunque las ciudades se corrompan y los planos se desgarren. Sus raíces, dicen, alcanzan la esencia misma de la tierra, y sus ramas rozan la verdad que pocos mortales están dispuestos a escuchar.

La fe en el Gran Roble se distingue por la confianza absoluta en que aquello que se necesita llegará en su momento. Sus peregrinos viajan hasta el templo sin hacer preguntas, convencidos de que el silencio y la entrega son la verdadera devoción. Las ofrendas no buscan favores concretos: se entregan como acto de fe, esperando que el Roble bendiga con buena fortuna, salud o redención cuando lo considere oportuno. Es esta mezcla de misticismo y pragmatismo lo que convierte al santuario en un faro de esperanza en medio de la ciudad.

Al mismo tiempo, el Gran Roble ejerce un papel social que trasciende lo espiritual. Sus monjes atienden a enfermos y huérfanos, reparten comida en los barrios pobres y financian obras comunes con las donaciones recibidas. Para algunos, representan la última reserva de bondad en Umbramar; para otros, un poder más que se disfraza de virtud mientras acumula influencia. Sea como sea, el Santuario del Gran Roble encarna la única fe capaz de unir a mendigos, mercenarios y comerciantes bajo un mismo techo, recordando que en una ciudad de ambiciones desmedidas todavía queda un lugar donde se reza a la tierra misma.