Umbramar es la ciudad de la bruma y el negocio. Se asienta al este del subcontinente conocido como Casskia donde el Río Aguasmansas ensancha sus aguas camino del Mar Brumoso, entre muelles de madera oscura, grúas cansadas y atalayas que vigilan un horizonte siempre velado. No es un faro de virtud, sino un puerto práctico: aquí se compran escoltas, se negocian rutas y se cobra por mantener abierta la vida entre la ciudad y los parajes que la rodean.
La urbe creció a trompicones sobre terrazas de piedra y barrios superpuestos, cada uno cercado por sus propios muros. El Distrito de la Caldera es el más populoso y vulnerable, un enjambre de casas apiñadas donde los incendios se propagan con facilidad. El Barrio del Cuerno, en cambio, se distingue por sus talleres y herrerías, siempre ruidosos bajo el humo de las forjas. En el Distrito de las Balanzas, el comercio legal se mezcla con el clandestino y las multitudes hacen justicia por su cuenta. Más abajo, el Mercado Zozobrante se hunde entre pobreza y agua contaminada, espejo de la miseria que la ciudad prefiere ignorar.
Otros sectores ofrecen contrastes: el Barrio Mixto reúne gentes de toda condición, cruce de calles y culturas que pocas veces conviven en paz; el Barrio del Nómada da cobijo a viajeros y recién llegados que nunca terminan de echar raíces; y los Antiguos Muelles son refugio de ladrones y contrabandistas entre ruinas corroídas por la sal. Más prósperos son el Mercado Nuevo, bullicioso y festivo; el Barrio de la Moneda, donde se concentran las casas mercantiles y la riqueza; y los Nuevos Muelles, donde atracan las flotas que mantienen vivo el comercio con la capital. Fuera de las murallas, la Costa de los Anzuelos sobrevive como arrabal de pescadores pobres, tan golpeados por el mar como por las incursiones de trasgos.
En medio de estas divisiones se alzan los referentes de la ciudad: el Santuario del Gran Roble, donde los donativos compran favores y buen augurio. La posada del León Durmiente sirve de punto de encuentro para grupos de mercenarios y patrones; el resto son calles de piedra, talleres y almacenes bajo la vigilancia más funcional que justa de la Guardia de la Ciudad.
Umbramar está separada del resto del mundo por un entorno que no perdona. Los bosques cercanos ocultan bandidos y ruinas, los pantanos devoran exploradores y paciencia y las montañas y mares sirven de fronteras naturales que pocos se atreven a cruzar. Pocos caminos son seguros sin mercenarios de alquiler. La Guardia hace lo que puede y el resto lo hacen los gremios, el oro y la reputación.
