Aburrimiento.
Mirando hacia Dis o contra Dis. Hacia Abismo o contra Abismo. Siempre el mismo paraje yermo, la misma miseria. El mismo sabor a tierra en la boca, el mismo olor a sangre en el aire, y la misma estridente orquesta de gritos, lamentos, súplicas y gemidos que haría enloquecer a cualquier mortal.
Por suerte para Borus, él era algo más que eso. Para un joven cambion nacido y criado en el seno de la Guerra de Sangre, todo eso no era más que el día a día. Una rutina amarga, decadente, pero sobre todo, aburrida.
Viajar a lo largo y ancho de Averno, cumpliendo pequeños encargos para Asmodeo no siempre era tan emocionante como podría parecer. Fingir amistad y alianza con algún necio al que sacar información, o apuñalar por la espalda a quien osara creerse más inteligente que el “Señor de los Nueve” no era un trabajo precisamente glamuroso, pero era lo único que conocía y para lo que le habían educado.
La lista de necios e insolentes que habían caído bajo el filo y las artimañas de Borus no paraba de crecer desde su tierna juventud, y pronto un nuevo nombre iba a añadirse a su lista. Un liche que se hacía llamar “El Señor de la Ponzoña” se convirtió rápidamente en su objetivo al asentarse junto al río Estigio, pues tenía la intención de utilizar la energía de las almas que lo transitaban para su propio beneficio, por supuesto, sin el consentimiento del Soberano de Baator.
Borus viajó hasta la guarida de la criatura para enfrentarla como tantas otras veces había hecho, pero en un giro inesperado de los acontecimientos, al llegar al lugar encontró su trabajo ya realizado. Desde la distancia contempló fascinado la imagen de un hombre musculoso de pelo negro corto, desnudo y bañado en vísceras de nomuerto, terminando de matar con sus propias manos al liche y a las criaturas restantes de su séquito.
Cuando el conflicto terminó, el infraplanar se acercó a aquel hombre en carácter jovial, agradeciendo su esfuerzo y alabando su fuerza, pues le había ahorrado mucho trabajo. Pero el guerrero no respondió. Solo permaneció allí, estático, en silencio y con la mirada vacía durante unos segundos, antes de proseguir su marcha en otra dirección.
¿Habría perdido completamente la cabeza? ¿O quizá se creía tan superior que ni se molestaba en dirigirle la mirada?
Quizá el mismísimo Asmodeo lo había enviado también a él para realizar la misión si desconfiaba de las habilidades del cambion. En un repentino arrebato de orgullo, Borus trató de someter y de penetrar en la mente del misterioso hombre, a lo que este respondió con extrema violencia. Los trucos del maleficador no surtían ningún tipo de efecto en la criatura, y a duras penas logró escapar del combate directo. Mientras el cambion se alejaba malherido, se detuvo, giró la cabeza para dirigirle una última mirada en la lejanía, y sonrió.
Averno acababa de volverse un poco menos aburrido.
Durante los siguientes años, Borus escuchó en varias ocasiones hablar sobre las proezas y atrocidades de ese misterioso luchador al que sencillamente llamaban “Ulvyiv” (nomuerto en infernal). Parecía recorrer Averno sin descanso y sin motivo, usando su formidable fuerza para acabar con todo tipo de criaturas.
De vez en cuando, el cambion trataba de seguirle la pista y verle actuar por diversión. Viviendo en tan cruenta e infernal realidad, la violencia era lo único que podía considerarse un entretenimiento y, desde luego, lo que hacía Ulvyiv era un buen espectáculo.
Casi 20 años después de su primer encuentro, estos dos viajeros de los infiernos cruzaron sus caminos por última vez. Ulvyiv, vestido con ropajes andrajosos y equipado con armas infernales arrebatadas de sus víctimas, pisaba los talones a una caravana de variados humanoides que, por culpa de la inexorable caza del guerrero nomuerto, se habían visto obligados a huir sin descanso buscando refugio. Por desgracia para ellos, sus fuerzas empezaban a no ser suficientes para poner tierra de por medio, y Borus estaba más que preparado para presenciar la matanza.
Ni las súplicas, ni los gritos de horror hicieron mella en el firme pulso del despiadado ejecutor. Uno tras otro, fue acabando con cada persona a la que alcanzaba, independientemente de si le enfrentaba o si trataba de escapar. Ulvyiv pasó a cuchillo a cada hombre, mujer y niño del grupo, dibujando un turbulento cuadro carmesí en la esteril tierra de Averno. Pronto, los sonidos de batalla dieron paso a un pesado silencio.
Una joven semielfa de cabellos dorados, última superviviente de dicha expedición, permanecía de rodillas en el suelo, en estado de shock y con la cabeza gacha, incapaz de articular palabra ni de mover su cuerpo. Frente a ella, un Ulvyiv al que solo le quedaba una vida por segar, pero que para sorpresa de Borus, permanecía igualmente inmóvil.
El cambion se aproximó expectante. ¿En su misión actual debía mantener con vida a alguien? ¿Sacarle información? En ese caso, ¿hablaría? ¿Sabría hacerlo siquiera?
Pero cuando pudo verlo de cerca, por primera vez, lo entendió.
Ulvyiv estaba apretando los puños con fuerza, tembloroso y jadeante, con la mirada fija en la joven. Ella finalmente alzó la vista, y ante la mirada de odio y furia del guerrero solo pudo gritar horrorizada y echar a correr en dirección opuesta.
Sin embargo, Borus sabía que Ulvyiv no estaba furioso. Se estaba conteniendo.
El diablo rápidamente dirigió su mano en dirección a la joven que huía en la distancia, y con uno de sus maleficios hizo que estallara en llamas, ejecutándola en el acto.
Tras la inmediata calcinación del cuerpo de la semielfa, Ulvyiv volvió a relajar los músculos y el gesto, y como de costumbre, ignorando a Borus, continuó su viaje.
“De nada, ¿eh?” -masculló el diablo.
“Si alguien manejaba los hilos tras el guerrero”, pensó, “no le gustaría que una misión encomendada a su marioneta no se completara”. De esta manera, Borus agradeció a Ulvyiv la “compañía” que le había hecho durante todos esos años, ya que la expectativa de cruzarse con él había hecho más interesantes sus viajes en soledad.
Tras este suceso, Borus dejó de intentar encontrarlo por Averno porque “había perdido la gracia". Aunque lo que realmente sucedía, a pesar de que el diablo no quisiera reconocerlo, era que pensar en que de alguna manera la conciencia de aquel hombre seguía ahí dentro, apresada y obligada a presenciar las atrocidades que cometía, le resultaba deprimente.